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Claudia McKeer

LA TOLERANCIA

  En ninguna época se ha hablado tanto acerca de la tolerancia, como justamente en la nuestra. Debemos tenerla frente a los extranjeros, los fugitivos, las personas con otra fe religiosa, las religiones desconocidas a nosotros y sus hábitos, frente a seres humanos de otro color, sordos, ciegos, gente sobre sillas de ruedas, y otros discapacitados. En fin: frente a todas las personas que son diferentes a nosotros. Podemos decir asimismo, debemos ser tolerantes frente a todas las personas que en sí tienen algo, que nosotros no tenemos, que hacen algo, que entienden como correcto algo, que nosotros no hacemos, que no entendemos como correcto, o, al menos sienten de otra manera, sienten de otra manera como nosotros. Mirando la enciclopedia, descubrimos el significado de la palabra tolerancia: “en latín, tolerare: soportar, sobrellevar, aguantar, sufrir, permitir”; o, a modo objetivo: generoso, indulgente, condescendiente, magnánimo. Por lo tanto, somos tolerantes, cuando forzosamente, sobreponiéndonos, soportamos en grandilocuente condescendencia lo ajeno. Esto empero está significando, que nos constituimos en parámetro de lo “normal”, afirmando, que estamos sabiendo lo que es lo correcto y valedero, siendo tolerantes frente a aquellos que no poseen esa verdad y ese conocimiento. Tolerantes entonces son aquellos, que se sobreponen, no rechazando de pleno lo ajeno, exótico, se las arreglan, soportándolo cordialmente, manejándose con ello.

   Es así que al inicio de todos nuestros esfuerzos por practicar la tolerancia, se encuentra el soportar, el conllevar, elevándonos interiormente sobre el otro, por tomarnos como parámetro y luego estamos irritados por su ser diferente, sentimos temor por perder lo conocido, habitual y, al final se encuentra luego el desagradable sentimiento de sentirnos imperfectos, porque nos damos cuenta de que existen formas del sentimiento y de la existencia igualmente justificados, contra los cuales entonces nos defendemos interiormente. ¿Acaso, en lugar de ello no podríamos simplemente asombrarnos por el hecho de que existen personas tan diferentes a nosotros, a través de las cuales podemos experimentar cosas, que hasta entonces no conocíamos? Sucede, que en los comportamientos paradójicos, unilaterales, podemos observar algo que posee una cualidad y una fuerza, que nosotros no tenemos, que quisiéramos tener. Esto conduciría a un auténtico reconocimiento del otro.

  ¿Por qué frente a una persona a la cual admiro, no tengo que implementar tolerancia, aunque  tampoco poseo sus ventajas y particularidades especiales? Esto es extraño y allí, donde tenemos que ejercer la tolerancia deberíamos preguntarnos: ¿Qué es lo que me molesta en el otro?  ¿Por qué razón me siento cuestionado? ¿Qué faltante en mí, me está señalando el otro? ¿Qué puedo aprender de él? ¿Cómo podría ser una postura humana digna, frente a lo desconocido? Tengo que establecer una relación, tengo que mostrar un auténtico interés, reconocimiento, estima y respeto frente a la individualidad. Cuando tan solo toleramos o aceptamos al otro, entonces a la relación entra algo, mediante lo cual juzgamos al otro, en comparación a nosotros.

  Hablando de las personas autistas podemos preguntarnos: ¿Qué podemos aprender de las? Podemos preguntarnos, si alguna vez en la vida, hemos podido orientar a una atención tal, a un pormenor, si hemos podido aportar una concentración y  una perseverancia como aquella del autista, llevar a cabo con una consecuencia tal, las decisiones tomadas y si podemos estar tan independientes de la opinión general.

  Tengo conciencia, que aquí quedan muchas preguntas sin contestar: ¿Cómo nos manejamos con la intolerancia, con los rechazos, con la violencia, el terror, etc.? No se trata tan solo de una gran cuestión social, sino también de nuestra pedagogía cotidiana. ¿Pero, acaso no hace falta de algo más que tolerancia?

 

9.4.2015